Vuelvo a Sevilla, una de las pocas ciudades a las que siempre merece la pena volver, y nada más dejar el equipaje en el hotel Colón, cobijo de toreros, me dirijo al cercano Museo de Bellas Artes. Contemplando los tres cuadros de Zurbarán para la sacristía de la Cartuja de Santa María de las Cuevas o las obras de Murillo para la iglesia del convento de Capuchinos, la gracia de sus santas Justa y Rufina por ejemplo, me sé en el corazón de Sevilla. Calles con encalado de oro y blanco, la declinación de la luz que nos habla inmediatamente del sur, recoletos patios de naranjos y palmeras, desafiantes altares, todo está dentro de ese barroco sevillano entendido como el momento culminante de una civilización, la destilación más perfecta en la que desembocaron siglos de acumulación en la frontera con el Nuevo Mundo. Porque Sevilla sin América habría sido otra Córdoba o Granada, cofre y sueño de un paraíso perdido. Con América fue más allá en todo, hasta llegar a los gusanos de la vanitas, pues en ese viaje plus ultra llegó a las postrimerías, dando un giro completo a la vida y a la muerte.
El riesgo en Sevilla es esa flojera del espíritu que puede provocar la frecuentación del límite sensorial. Resulta demasiado fácil perderse en ese cafarnaúm que aturde al recién llegado y le exige una nueva reglamentación de los sentidos. Pero yo he venido con una misión que me sirve de hilo de Ariadna y me arranca de la contemplación boba de su plenitud. Busco a Nápoles también en Sevilla, esas dos capitales del sur que se miran celosamente a distancia.
Sierpes, Laraña, Imagen, Cristo de Burgos, Descalzos y Caballerizas son las calles por las que llego a la Casa de Pilatos, el palacio mudéjar que levantó el poderoso y linajudo matrimonio de Pedro Enríquez y Catalina de Ribera, síntesis originalísima de sensibilidad andaluza y romanità clásica en palabras exactas de Vicente Lleó. Fadrique Enríquez de Ribera, el hijo de Pedro y Catalina, visitó los Santos Lugares después de atravesar Italia. Fruto de ese viaje nos recibe la portada renacentista de mármol labrado en Génova, con tres pedestales en su parte superior con la cruz de Jerusalén y la declaración del peregrino, por tres veces, de haber entrado en Jerusalén el 4 de agosto de 1519.
Fadrique murió sin descendencia y sus títulos y bienes pasaron a su sobrino Per Afán de Ribera, al que Felipe II nombraría Duque de Alcalá de los Gazules. Fue virrey de Cataluña primero, y de Nápoles después y hasta su muerte el 2 de abril de 1571, poco antes de que zarpara del puerto partenopeo la flota que venció al turco en Lepanto. En la ciudad del golfo se impregnó de la cultura humanística y reunió una notable colección de escultura antigua. El Papa Pío V le regaló varias piezas y tuvo diversos agentes y anticuarios, como Adrian Spadafora, que buscaron para él las mejores obras. Nunca olvidó su palacio sevillano, y envió desde Nápoles al arquitecto Benvenuto Tortello y al escultor Giuliano Menichini para realizar las reformas que permitieran albergar dignamente su colección, que viajó por mar a Cartagena, y desde allí a Sevilla, entre 1568 y 1571.
En el patio principal hay una representación de Faustina Minor, la esposa del emperador Marco Aurelio, con los atributos de la diosa Ceres, y también una danzarina vinculada a una poesía atribuida a Virgilio. Y las dos estatuas sobresalientes de la colección, Pallas Belligera, con escudo, casco y lanza, y Pallas Pacifera, adornada con la égida. Atenea en tiempos de paz y guerra, la cara y la cruz de toda vida que observa vigilante la diosa doble desde este patio sevillano. El mismo donde las admiró Antonio Ponz, que juzgó excelentes sus paños y dejó escrito que el conjunto todo ofrece grandioso carácter. Los italianos abrieron veinticuatro tondos en los muros para albergar otros tantos bustos de emperadores y personajes ilustres de la historia de Roma. La serie se cierra con un busto de Carlos V, que no en vano había sido emperador del Sacro Imperio. Paso al Jardín Grande, donde galerías y cenadores se suceden decorados con lánguidas Venus y estoicos togados que me llevan al mundo antiguo, a la herencia griega reelaborada por Roma. El legado del Mare Nostrum que llegó a Sevilla cuando esta ya miraba hacia el oeste, hacia el Nuevo Mundo. Mundo antiguo y mundo nuevo se encuentran aquí, gozne donde lo viejo informa a lo que está por llegar. Per Afán de Ribera tuvo que viajar a Nápoles para encontrar su cifra. No fue Itálica la que le animó, sino las ruinas de los Campos Flegreos: Baya, Cumas y Puzol. Fueron Nápoles y su humanismo de raíz virgiliana los que despertaron a este sevillano al que Parrino describió como principe d’incorrotta giustizia, alieno dall’interesse e sommamente religioso, sin olvidar su pasión: era curiosissimo della scultura, e fece un cumulo prezioso di statue e simulacri antichi. Paseo por el jardín y pienso en ese destino cumplido y en sus obras.
No acabó con Per Afán la relación de esta casa con Nápoles, puesto que su sobrino Fernando Enríquez de Ribera, III duque de Alcalá, también fue virrey en Nápoles entre 1629 y 1631, cuando protegió y encargó obras a Ribera como La mujer barbuda, ahora en el museo del Prado.
En la planta alta del palacio se suceden las salas donde no falta la pintura napolitana, como el hermoso bodegón con un criado negro que pintó ese Giuseppe Recco que murió recién llegado al puerto de Alicante en 1695. También una Adoración de los magos junto a otras obras de Luca Giordano, y las vistas de Nápoles y sus alrededores que el IX duque de Medinaceli encargó a Gaspar van Wittel. Pero no es la pintura lo que recordaremos de esta casa, sino la estatuaria clásica que llegó desde Nápoles. El testigo que Grecia pasó a Roma y que descansa aquí entre arcos mudéjares.
***
El cuerpo de Per Afán fue trasladado desde Nápoles a Sevilla en 1573 para ser enterrado junto a sus antepasados en la Cartuja de Santa María de las Cuevas. Encuentro colgada de una pared, en un pequeño y armonioso claustro nazarí del siglo XV, la lauda de bronce que cubría su sepultura. Sobre ella se dibuja la figura de cuerpo entero de Per Afán con armadura y espada, y yelmo en las manos. A los lados de su cabeza una pareja de escudos de armas de los Enríquez y los Ribera, mientras que una inscripción en español recorre su perímetro:
Aquí iaze el exmo señor don Per Afan de Ribera duque de Alcalá, marqués de Tarifa, conde de los Molares, adelantado maior del Andaluzia, visorei de Nápoles, fallescio a 2 de abril de 1571 anos.
En la parte inferior leo los siguientes dísticos latinos:
Hoc iacet in tumulo quem virtus vexit ad astra
Quem canet ad summum debita fama diem.
Tempore diverso duo regna amplissima rexit
Barchinoem iuvenis, parthenopenque senex
Dum fuit eois fulsit quasi sidus eoum
Dum fuit hesperiis hesperus alter erat
Flere nefas illum qui foelix vixit ubique
Ante homines vivus mortuus ante deos
Nada más se puede pedir después de haber sido feliz en lugares diversos, Barcelona de joven, Nápoles hasta la última hora, y descansar en esta cartuja silenciosa, reconvertida en centro de arte contemporáneo. Recorro sus salas sin visitantes, repletas de caprichos de nuestra modernidad. En la que fue sacristía adivino la yesería barroca que un día enmarcó los lienzos sublimes de Zurbarán y ahora delimita el espacio donde se proyectan vídeos. Salgo de la cartuja inundada de sol invernal y vuelvo con otra tesela de Nápoles al centro de Sevilla. Paseo junto al río al atardecer, desde la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería hasta la Torre del Oro. Es sábado y los jóvenes sevillanos se agolpan pujantes en los bares.
A punto de esconderse el sol me acerco al Hospital de la Caridad para recordar a su fundador, Miguel Mañara, y ver de nuevo los jeroglíficos de Valdés Leal, In ictu oculi y Finis gloriae mundi, lecciones barrocas de la vanidad de todo; el mismísimo toisón de oro rinde su soberbia ante la muerte mientras los gusanos recorren el cuerpo marchito del otrora todopoderoso, para enseñar que solo nos trascendemos a través de las buenas obras. Mensajes de la Contrarreforma y del desengaño en la ciudad de Don Juan (Aunque es lugar Nápoles tan excelente, por Sevilla solamente se puede, amigo, dejar). A él me confío para, de su mano, ir de Sevilla a Nápoles y de Nápoles a Sevilla, en un viaje de ida y vuelta sin final.
Etiquetas: Cartuja de Santa María de las Cuevas, España, Luca Giordano, Marco Aurelio, Museo de Bellas Artes, Nápoles, Per Afán de Ribera, Sevilla, Virgilio
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