Como si fuera un antropólogo de campo, me dispuse a analizar el acto ritual y simbólico de un concierto de música clásica para intentar comprender los elementos comunicativos que se daban en un él más allá de la percepción superficie del evento. La reflexión me ha llevado en gran medida hacia la idea de comunicación de lo sagrado. Indudablemente, el acto del concierto es un acto ritual de comunicación. ¿Y qué pretende comunicar? Este artículo intentará contestar a esa pregunta.
El Director: chamán y tótem
En primer lugar, me he preguntado acerca de cuál podría ser el objeto de culto en toda esta representación. Cuál podría ser el tótem o totems.
Si seguimos a Durkheim1 el dios del clan, el principio totémico, no puede ser más que el clan mismo, pero hipostasiado y concebido por la imaginación en la forma de las especies sensibles utilizadas como tótem. Pero, ¿cuál sería el elemento totémico en el espectáculo concierto? Si con lo que disfruta el público en el concierto es con la contemplación de sí mismo, tal como nos señala Durkheim, ¿no podrá ser que el público disfruta con la contemplación de esa armonía perfecta, esa estructura ordenada que se despliega ante sí a la cual le gustaría parecerse? Indudablemente creo que se puede dar esa situación placentera donde el espectador no sólo presencia lo perfecto sino que se siente dentro de él, envuelto por su sensación cósmica de orden. Pero, aún siendo así, parece que sería una sensación demasiado amplia para que la pudiéramos considerar como símbolo. El símbolo tiene que ser algo que aglutine significados y en este caso creo que quien los aúna es el Director. El Director es la imagen visible del grupo, pero también es el enlace visual entre la música con su armonía perfecta, con su discurrir motivador que invita a paraísos desconocidos y el público. Situada en el centro de la escena –dice Durkheim2–, la imagen se convierte en su representante. El medio, el intermediario, se transfigura en el fin. Él es la música, él es todas esas significaciones que el espectador, el oyente, proyecta y a la vez recibe. Pero el problema es que si ese fuera el tótem su significado podría ir más allá: el director es el personaje autoritario que da la impresión que todo lo ordena, que todo lo decide. Es la personificación del poder. Él aglutina toda la información, la posee y la controla, él es el dictador porque oculta la información a su grupo ya que cada uno de los músicos sólo tiene escrito ante sí lo que toca él mismo, no lo que tocan todos; el director sí tiene la información completa y en esa ocultación reside su poder.
Pero si el tótem identifica al grupo porque es lo que el grupo es o lo que el grupo quiere ser, el Director implicaría algo de «el poder». El Director simboliza el poder, la mano mágica que ordena el caos, que da orden a lo difuso, que lo controla, lo moldea, que lo posee. Y eso es lo que fascina al miembro del grupo que asiste pasivo al ritual: ahí está él, el hombre que crea el mundo etéreo de la forma a su imagen y a su deseo, y lo crea en orden, imponiendo su voluntad, construyendo no un mundo sin formas de quien nadie querría ser progenitor sino un mundo amable, bello y mágico por su invisibilidad, por su capacidad motivadora y seductora. Ahí está el tótem, el hombre que sólo con sus brazos y con su barita (mágica) dirige el universo ordenado. Toda la tradición arcana de siglos se perpetúan en un simple objeto de sencillez máxima: la batuta. Esa prolongación del mago por donde su poder se distribuye. En la era punta de la informática y de la inteligencia artificial, todavía hoy la gente se reúne en torno a un grupo de gente que frota tripas de animales o derivados, golpea sus pieles o derivados y sopla por cañas o derivados al pulso que le indica un chamán con un palito. La sociedad sueña con identificarse con el brujo poderoso que, externamente, parece poner orden en aquel otro mundo mágico.
Durkheim dice: “Tanto en la actualidad como a lo largo de la historia, vemos que sin cesar la sociedad crea de la nada objetos sagrados. Si llega a prendarse de un hombre determinado creyendo descubrir en él las principales aspiraciones que la agitan, así como los instrumentos para satisfacerlas, ese hombre será puesto por encima de todos y como divinizado”3. Durkheim, como se ve, está ratificando la posición que defendemos en este trabajo. Es la misma forma de comportamiento que a lo largo de los siglos los hombres han tenido con el hecho religioso y su representante en los ritos: se le ha caracterizado de unos componentes especiales y se le ha profesado un respeto religioso por el lugar que desempeñaba en el rito.
“En el mundo de hoy” –dice Balandier4–, “en que se acumulan con rapidez los cambios, abiertos a las incertidumbres e inquietudes que nutren la consciencia del desorden, se intensifica la demanda de una imagen creíble del poder supremo. Ha llegado ya la época de volver a labrar la figura de los soberanos. Porque el mito, como ha hecho a lo largo de la historia y como sigue haciendo hoy, es un referente estable, un signo de que se controla el mundo porque se le conoce, porque se sabe quién es responsable de qué”. Para las tribus primitivas un dios determinado podía ser el responsable de una tormenta; para un griego, una divinidad del Olimpo lo era del amor o de la guerra; para un aldeano medieval, el obispo o el rey eran responsables de sus vidas; para un occidental del siglo XX, la ciencia le da todas las respuestas que desea. Pero tiene dificultades para centrar la imagen de ese responsable y se inventa premios nobel u objetos de culto como Scientific American o el editorial de El País. “El clan” —fijémonos en lo que dice Durkheim5— “no puede definirse en base a su jefe, pues si bien no hay una carencia absoluta de autoridad central, ésta es, por lo menos, incierta o inestable”. Esta inestabilidad de referentes por su variedad y diversificación propicia ese sentimiento de orfandad, de abandono, que desemboca en la multiplicación de actividades rastreadoras de símbolos polares que construyen la personalidad de esas masas de individuos mendicantes de sentido. El clan ahora no tiene ni jefe ni totems y para sustituirlos se carga de jefes y de totems pero efímeros, de menor intensidad.
Uno de ellos –defiendo– es el Director que se apoya en toda la escenografía del rito para en un acto de comunicación simbólica, acrecentar su poder.
Si en un acto religioso, desde tiempo inmemorial, los elementos que han sido necesarios para la puesta en escena de un acto religioso han sido el pueblo, el oficiante y la magia, ¿cuál de estos elementos no se da hoy en día en el concierto musical?
Ya hemos visto al oficiante, veamos ahora el pueblo y los magos.
El público: los fieles
El pueblo se reúne en un concierto ante una citación que es pública, y ocupa su lugar estratificado en la escena religiosa según el precio de las entradas. “El miembro del grupo no sabe” –como nos recuerda Durkheim6– “que la puesta en contacto de un cierto número de hombres asociados en una misma vida da lugar a la liberación de nuevas energías que transforman a cada uno de ellos”. Esa efervescencia de energías es uno de los elementos atractivos para el grupo. Es una sensación contagiosa que en el caso de los conciertos de música clásica se acumula y reprime hasta el final. Hasta el momento en que se desatan los aplausos que, oyendo a Durkheim en su descripción de los fenómenos que se dan en los ritos tribales, pareciera que los describiera en la actualidad como una exteriorización de pasiones crecientes comunicativamente: “Cada sentimiento que se expresa repercute, sin encontrar resistencia, en todas las conciencias ampliamente receptivas a las impresiones externas: cada una de ellas hace eco a las otras y recíprocamente. El impulso inicial va de este modo ampliándose a medida que se repercute, del mismo modo que un alud crece a medida que avanza. Y como pasiones tan vivas y tan libres de cualquier control no pueden dejar de exteriorizarse, por todas partes surgen gestos violentos, gritos, verdaderos aullidos, ruidos ensordecedores de todo tipo, que todavía contribuyen a intensificar el estado que exteriorizan. Sin duda, por razón de que un sentimiento colectivo no puede expresarse colectivamente más con la condición de que observe un cierto ritmo que haga posibles el acuerdo y los movimientos de conjunto, estos gestos y gritos tienden por sí mismos a someterse a un ritmo y a regularizarse”8. Nadie dudaría ante esta descripción que, en nuestros días, sería absolutamente equiparable con el efecto producido con los aplausos en un concierto al final de una obra. Recordando este párrafo de Durkheim no puede dejar de venirse a nuestra memoria el magnífico relato de Julio Cortázar Las Ménades7 en el que el público de un concierto sinfónico va enervándose a medida que transcurre el concierto y al final, después del último movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven es tal el clamor y la excitación del público hacia el Director, que terminan por… comérselo.
En ese relato hay descripciones que parecieran tomadas de las de Durkheim: “Incapaz de moverme en mi butaca sentía en mis espaldas como un nacimiento de fuerzas […] en el preciso momento en que el Maestro, igual que un matador que envaina su estoque en el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso final. Cuando se enderezó, la sala estaba de pie y yo con ella, y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo”. Y más adelante: “…y el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de espanto lúcido […]. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario a la platea […].[…] Legiones de oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario, formando un cordón móvil que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo volar los atriles, aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a semejarse al silencio”9. Etcétera. Durkheim diría que “en el seno de una asamblea enardecida por una pasión común, nos hacemos capaces de sentimientos y actos de los que no lo somos cuando quedamos reducidos a nuestras solas fuerzas. […] Los cambios no son tan sólo de matiz y de grado; el hombre se convierte en otro. Las pasiones que le agitan son de una tal intensidad que no pueden satisfacerse más que por medio de actos violentos, desmesurados”10. Después de leer esto es fácil preguntarse si Cortázar no estará siendo con este relato como el médium que se le atribuye ser a todos los artistas y que no hacen más que sacar a la superficie el inconsciente colectivo.
Más allá de exageraciones artísticas, es indudable que se establece una especial unión entre el público y los intérpretes en escena. “El fiel” –nos dice Durkheim– “se considera sujeto a ciertas maneras de actuar que le son impuestas por la naturaleza del principio sagrado con el que se siente en comunicación. Pues bien” –continúa–, “también la sociedad alimenta en nosotros la sensación de una perpetua dependencia”11. Esta dependencia puede establecerse con respecto a una persona de manera que sea casi un tipo de esclavitud. “Cuando obedecemos a una persona” –dice Durkheim–, “en razón de la autoridad moral que le reconocemos, seguimos sus indicaciones, no porque nos parezcan sabias, sino porque es inmanente a la idea que tenemos de esta persona una energía psíquica de un cierto tipo, que hace que nuestra voluntad se pliegue y se incline en el sentido indicado”. A esto fácilmente le podríamos llamar poder. Poder en su más pura acepción. Y ahí tenemos a todo ese público entregado a una persona que numerosas veces no desempeña su trabajo de manera correcta (los especialistas en la materia lo pueden corroborar) pero que, sin embargo, produce un embrujo que a muchos somete.
Los músicos: los oficiantes
Los músicos participan del rito por medio de la realización del acto mágico que resulta al interpretar música. Para ello, como ya antes se dijo, van pertrechados de rudimentarios instrumentos donde no se necesita la electricidad ni los microchips ni ningún invento que no tenga ya más de trescientos años. Además de sus instrumentos hay un elemento más en el que debemos proyectar nuestra mirada para comprender el efecto comunicativo de sus acciones: en su indumentaria.
Todavía hoy sorprende la indumentaria de los sacerdotes en las celebraciones religiosas. Lo que hoy está cargado de sentido simbólico, la sotana, la casulla o el hábito, no fue más que la usual manera de vestir de otros tiempos, de los tiempos de la instauración de la propia religión. Indudablemente el efecto de las vestimentas ha sido claro para los gobernantes a lo largo de la historia (militares, policías, clero, etc.): ha otorgado poder. Y es muy curioso que, de similar manera, esté ocurriendo en la representación de la música sinfónica. De todos es sabido que la popularización de la música de concierto con su puesta en escena en teatros no llega hasta el Romanticismo, época en la que los músicos comenzarían a vestir de frac porque su propio público vestía de frac. En aquella época, no obstante, hubo un proceso de mimetismo ascendente en los músicos: la aspiración de conseguir el mismo nivel del público para el que tocaban. El refinamiento de los salones europeos empujó a los artistas a vestir «adecuadamente», adoptando esa vestimenta de gala para realizar su trabajo. Pero curiosamente, al igual que pasara con los oficiantes religiosos, la moda avanzó para todos menos para los oficiantes, ya fueran religiosos en tiempos del imperio romano o ya fueran músicos de los teatros románticos. Este devenir en paralelo (mejor diríamos este inmovilismo paralelo) sugiere procesos de similar significación: sistemas de perpetuación de poder e implantación y conservadurismo en las tradiciones para parecer más auténticas. Por otra parte, la uniformidad, que ya va desapareciendo de casi todos los ámbitos de la vida, si se mantiene en este colectivo de profesionales ha de ser por alguna razón y la más plausible parece ser la de querer mantener la fuerza de un colectivo para seguir irradiando ese poder que no se consigue como suma de individualidades sino como la fuerza multiplicada de un clan unido.
El concierto: la celebración religiosa
Vistos los elementos por separado, intentemos comprender qué significa todo ello junto.
El acto del concierto, como las periódicas celebraciones religiosas, es un paréntesis en la vida ordinaria. Un paréntesis ritual por cuanto no es sólo parar, sino parar y seguir un rito establecido. Ir a un lugar determinado, encontrarse con una comunidad determinada y unos oficiantes específicos. Es como el «corrobori» australiano del que habla Durkheim: [En época de trabajo], dice, “el estado de dispersión en que entonces se encuentra la sociedad acaba por hacer la vida uniforme, sin brillo y languideciente. Pero basta con que tenga lugar un corrobori para que todo cambie. […] Un acontecimiento de alguna importancia le pone [al primitivo] fuera de sí”12. Así pues, ese tipo de escape a un lugar de reflexión como pueda ser el templo o a un lugar de deleite y relajación como pueda ser una sala de conciertos para asistir a la reconstrucción de una creación artística que surge bajo el poder de una mano y una batuta que indican el movimiento y la sutileza, tienen significaciones parecidas. Yo creo que es, ante todo, un punto de identidad. Los grupos religiosos se caracterizan de forma pública por la asistencia a un lugar determinado con una periodicidad establecida. Llevan a gala su fe y la comunican. Pero a la vez de mostrarla a los extraños, también les sirve para saberse amparados por un colectivo al que pertenecen, encuentran su sentido en la colectividad.
Los asistentes a conciertos sinfónicos, con su actitud, establecen parámetros parecidos: se muestran pertenecientes a una casta determinada que constituye la escala más alta de la sociedad: es la sociedad culta. Es por esto por lo que se observa en estos conciertos la asistencia de un público determinado de una clase económica alta pero que no va allí porque ese sea el lugar al que va la gente de su estatus sino porque desean poseer lo que no pueden obtener con su dinero: cultura. No sólo vale tener dinero, para estar arriba hay que tener, además, cultura. Ese es su elemento de identidad. La asistencia a conciertos (y a la ópera como su máximo exponente) implica posesión de cultura (y, en muchos casos, de dinero). A este elemento le debemos unir el del espectáculo en sí que está impregnado de cierto fascismo, de cierto autoritarismo, mitificación de un sólo hombre que gobierna y construye el orden mágico desde su poder. Esto hace que la asistencia a este acto sea en sí enormemente gratificante para un sector de la población que gusta de ambos elementos diferenciadores. La sociedad, decíamos al principio, no puede buscar en el tótem más que el reflejo de sí misma. Esta clase alta que acude a los conciertos no puede buscar en él más que su deseo de ser tal como se ve reflejada: armónica, perfecta y autoritaria.
“La vida social” –dice Durkheim–, “en todos los aspectos y en todos los momentos de la historia, sólo es posible gracias a un amplio simbolismo. […] Los sentimientos colectivos pueden, igualmente, encarnarse en personas o en formulaciones verbales: hay formulaciones de este tipo que actúan como banderas; hay personajes, reales o míticos, que constituyen símbolos”13: el Director es uno de ellos.
“La fiesta ya no es lo que era”, dice Balandier14, y por eso existe tal diversificación de elementos vivificadores, que interrumpan el monótono devenir ahora también monótono por la inmensidad de oferta lúdica. Y con esta situación y con esta necesidad, la permanencia de actos sociales monolíticos como son los conciertos sinfónicos, sorprende de manera desmesurada. Sólo justificaciones de clase y poder como las antes expuestas nos podrían aportar motivos para comprender tales situaciones. La música –la no clásica– ha dado en ese aspecto una enorme lección a la sinfónica. La música en los años 60 se hizo popular (Pop) y avanzó con los tiempos y las generaciones. Se sofisticó (Pop–rock), se preparó para deleitar a las grandes masas, se vistió de luces y colores, de imágenes y sonidos eléctricos y con montajes de gran celebración mística (¡esos sí que son grandes actos tribales y religiosos!) y compitió con los medios de seducción para seducir ella también.
Y mientras, ese fósil del concierto de música clásica se mantiene inmóvil, desafiando al tiempo, sólo sustentado en los pilares de su soterrado poder religioso, ritual, chamánico.
Autocomunicación, en fin del poder, la clase social, el estatus. Como dice Boulez citando a Rousseau: “Todo aficionado va a la sala de conciertos donde se interpreta a su autor preferido para celebrar el culto a sí mismo. Reconoce su gusto en el gusto del autor, se felicita de ello y, al mismo tiempo que aplaude, se aplaude”14
Notas:
1. Durkheim, E. Las formas elementales de la vida religiosa. Pág. 194. Akal,
Madrid, 1982.
2. (Ibídem pág. 207).
3. pág. 200.
4. Balandier, G. El poder en escenas. Pág. 178. Paidós, Barcelona, 1992.
5. (Ib. pág. 218).
6. (Ib. pág. 203).
7. Cortázar, Julio. Existen muchas ediciones pero puede repasarse en su magnífica compilación Cuentos completos/1. Alfaguara, Madrid, 1994.
8. (Ib. págs. 323 y 324)
9. Ib. págs. 197 y 198.
10. Ib. pág. 194.
11. Ib. Pág. 202.
12. Ib. pág. 217.
13. Op. cit. pág. 142.
14. BOULEZ, P. Points de repère, Christian Bourgois éditeur. 1981; ed. cast.: Puntos de referencia, trad. Eduardo J. Prieto. Gedisa. Barcelona. 1996. Pág. 33.
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