El lenguaje periodístico debería estar siempre al servicio de la verdad. Sin embargo, es un hecho que está sometido a los intereses que rodean la actividad profesional. Por ello, resulta importante hablar del lenguaje como arma, sometido a las condiciones del entorno, y distinguir entre literatura y periodismo para dejar claras las fronteras que separan la realidad de la ficción, así como el poderoso y desdibujado territorio en el que la literatura se apodera de la verdad, a caballo entre la ficción y la realidad.
Más allá del estilo informativo que caracteriza el lenguaje periodístico, subyace en él la intención de transmitir la verdad de una forma fiel y sin aderezos de ficción. Por lo tanto, nos aproximaremos a la noción de lenguaje como moldeador de la realidad e instrumento capaz de manipular la realidad, con el fin de alejar el fantasma de la ficción que muchas veces distorsiona la información en beneficio de intereses más o menos ocultos.
Pero el lenguaje como tal sirve para transmitir, además, entre otras cosas, sentimientos, ideas y deseos. Por ello, la actividad periodística es susceptible de verse afectada por los sentimientos, ideas y deseos de quien escribe. El periodista tiene que ser consciente de esta circunstancia y evitar en lo posible que sus sentimientos, ideas y deseos afloren a la hora de redactar una información.
La información tiene que ver con los hechos. Sin embargo, a la hora de elegir una palabra u otra, en el momento de llevar a cabo una descripción, cuando el periodista selecciona frases, giros y expresiones está transmitiendo a los lectores unos matices implícitos que influyen decisivamente en el sentido que acabará teniendo su redacción.
A partir de aquí estaremos de acuerdo en que la objetividad periodística no existe. El periodista y actual presidente de EFE, Alex Grijelmo, explica en su libro El estilo del periodista que el libro de estilo de El País recomienda utilizar la palabra “esposa” y no “mujer” para referirse a la mujer casada con el protagonista de una información. Así, decir “la mujer de Rato” en vez de “la esposa de Rato”, según el libro de estilo de El País, entraña problemas sexistas. Destaca por ello la necesidad de evitar la palabra “mujer” en esos casos, para que no se confunda con una propiedad del varón. Grijelmo llama la atención sobre el hecho de que esa distinción no aparece en los libros de estilo de El Mundo y ABC, sugiriendo que ahí radica una de las diferencias entre unos diarios y otros. Más allá del estilo, como decíamos arriba, en la raíz de cualquier historia que se pueda contar está el uso del lenguaje como instrumento de comunicación para expresar la realidad con una sensibilidad determinada.
Estas precisiones de lenguaje alcanzan a muchos ámbitos. Se ha discutido en multitud de ocasiones sobre la necesidad de referirse a los miembros de ETA como “una banda de terroristas criminales” en vez de como una “organización armada”. El empleo de una u otra expresión entraña diferencias de concepto en torno al rol que desempeña ETA en la sociedad. Una aproximación respetuosa a ETA en términos de “organización armada” equipara su actividad con la de grupos guerrilleros defensores de pueblos oprimidos cuyas actividades la izquierda suele aplaudir. En España se ha entendido que ese tratamiento respetuoso elevaría el rango moral de ETA hasta el extremo de justificar su actividad terrorista.En cambio, el empleo de términos como “banda”, “terroristas”, “asesinos”… marca a los miembros de ETA como una pandilla de indeseables sin ninguna posibilidad política de triunfar.
Todo es una cuestión de lenguaje, de lenguaje y periodismo. Probablemente, al margen de lo que a cada uno le merezca el papel de ETA en la política y la sociedad españolas, unos términos y otros ejercen una influencia inequívoca en distintas direcciones, a través de los medios de comunicación. Se han escrito incluso tesis doctorales sobre el lenguaje utilizado por ETA en sus comunicados para reconstruir el universo mental en que se mueven los terroristas.
El lenguaje está ligado a la intención, transmite ideología, condena o salva el comportamiento de los ciudadanos, y puede llegar a manipular la realidad. Cuando se habla del lenguaje periodístico como una fórmula neutra y objetiva de transmitir la información,hay que tener en cuenta la carga emocional, política y social que lleva consigo cada término a la hora de escribir.
De acuerdo con el lenguaje que se utilice, una información puede tener un tono sexista, cuartelero, revolucionario, sentimental, racista o neutral y objetivo. Grijelmo repasa algunos de estos problemas al hablar de la ética de las palabras en los títulos.[1]
El periodista Arcadi Espada, ganador del Premio Espasa de Ensayo 2002 con su libro Diarios, afirma que el periodismo es un eufemismo.[2] Cuando poco después de la publicación del libro un lector le preguntó si de veras piensa Espada que es imposible que el lenguaje periodístico pueda informar sin narcotizar al público, el periodista respondió que “el periodismo es un sistema de atenuación de la realidad, y que en ese sistema el lenguaje juega un papel importante. Muy importante”.
Espada, adscrito en su día a la órbita de El País y hoy en El Mundo, donde colabora habitualmente, es uno de los críticos más feroces del periodismo español actual. Al hablar de narcotización del periodismo se refiere al efecto que produce en el lector la publicación de noticias forzadas, medio inventadas, a medio camino entre la ficción y la realidad, que parece enganchar al público sin informar adecuadamente sobre la realidad. Espada opina que habría que establecer una separación más nítida entre periodismo y literatura para evitar abusos. Entre estos abusos señala el de quienes recrean situaciones reales sin haber estado presentes o conocerlas a fondo.
“Naturalmente –afirma Espada–, hay que buscar una escritura que no sea narcótica, esterilizadora”. Explica que eso es lo que pretendieron los “nuevos periodistas”. Lo que nos lleva a la siguiente discusión sobre literatura y periodismo. “Lástima –concluye Espada– que para ello (los nuevos periodistas) incurrieran en la ficción. Incurrieran, digo, deliberadamente”.
Literatura y periodismo
El llamado “Nuevo Periodismo” fue una corriente que en los años sesenta trató de dar una vuelta de tuerca a la forma tradicional de hacer periodismo incorporando peculiaridades propias de la prensa underground. “El Nuevo Periodismo, tal como se usa popularmente la expresión habitualmente se refiere a la producción escrita de una clase nueva de periodistas, que incluye a gente como Tom Wolfe y Norman Mailer, los cuales han roto con la práctica del periodismo tradicional para ejercer la libertad de un nuevo estilo de narración periodística y comentario subjetivo, cándido y creativo”.[3]
El Nuevo Periodismo incorpora un estilo y una técnica que basa su expresión en la experiencia del periodista como persona y que por lo tanto utiliza su propio testimonio sobre los sucesos humanos para llamar la atención a la hora de componer un artículo o un reportaje.
La corriente entra de lleno en lo que en los años sesenta se empieza a llamar literatura periodística, una forma de periodismo que está íntimamente relacionada con el contexto histórico y ambiental que se vive entonces en Estados Unidos.
Ese contexto tiene que ver con el ambiente bélico y de protesta que se respira en Estados Unidos a raíz de la guerra de Vietnam y los disturbios raciales que empiezan a explotar. El Nuevo Periodismo trata de evolucionar rápidamente al ritmo de la sociedad.
Airea los conflictos que se producen en los guetos negros, denuncia “el vacío de credibilidad” del Gobierno a la hora de informar y aumenta la carga valorativa de sus comentarios. Ya no se trata sólo de informar sino de vivir la información para trasladar al lector la sensación de verosimilitud frente a la noción de lo que es estrictamente real.
Los manuales de periodismo que se ocupan de esta corriente fundamental del periodismo que impacta en el mundo editorial a partir de los años 60 incluyen entre los nuevos periodistas a quienes reproducen los escenarios juveniles y radicales de la época bajo la denominación de “los nuevos muckrakers”, esto es, quienes escriben sobre o a partir de las perspectivas que ofrecen las diversas subculturas de Norteamérica. La mayoría de estos periodistas se incluyen dentro de la contracultura que describe Thedore Roszak, que se caracteriza por ir en busca de estilos de vida y tomas de conciencia que difieren de los modelos religiosos, sociopolíticos y sexuales tradicionales.
El problema que entraña esta forma de hacer periodismo, centro fundamental de la crítica que realiza Espada, reside en que la realidad se transforma en una novela de ficción en manos del periodista. Ya lo dijo Jerry Rubin en ¡Hazlo!: “Cada reportero es un dramaturgo que crea teatro a partir de la vida”. Una expresión que define lo que Espada critica sobre el periodismo que se ha practicado en España durante los años noventa y hasta hoy, esto es, la novelización de la realidad, que autores como Truman Capote pusieron de moda con gran éxito, para desgracia del periodismo, según Espada.
¿Y cómo se transforma la realidad en novela? Pues muy sencillo: inventando diálogos que pudieron ser y en realidad no se produjeron, describiendo estados de ánimo y paisajes con matices tan subjetivos que no responden a la realidad y trasladando al lector pensamientos y valoraciones que nada tienen que ver con hechos contrastados y ciertos, para dar una sensación de verosimilitud ambiental que finalmente distorsiona la información real que está a disposición del periodista. Espada debía tener en mente esos libros sobre los pelotazos económicos que se produjeron en los años ochenta y noventa en España en los que algunos autores conocían con detalle lo que pensaban y decían empresarios y banqueros en la intimidad.
Es cuando el periodista se convierte en escritor. Pero en un escritor creativo que poco a poco va dejando atrás la máxima de informar sobre la realidad para empezar a dramatizar. De modo que el producto final de su obra no es periodismo sino ficción aderezada con elementos propios del lenguaje periodístico, que dota de credibilidad al relato aunque su formato no sea el de una noticia o un reportaje al uso.
En España podemos citar a Jesús Cacho como a uno de sus principales representantes. Cacho, autor de varios libros sobre los ambientes económicos españoles, suele reproducir diálogos y situaciones que no ha vivido como si hubiera estado en primera fila de la escena. Es cierto que para conseguir información habla con numerosas fuentes que refieren conversaciones, encuentros y charlas sobre la actualidad económica del país. Sin embargo, a la hora de escribir, algunas veces presenta como reales situaciones que en realidad son teatrales. Esta forma de escribir refuerza la ambientación de sus historias, pero no ofrece informaciones rigurosas, desnudas de comentarios y desviaciones, como se espera de un periodista al uso.
En los libros que ha escrito sobre Mario Conde o Ibercorp, esta técnica adquiere su máximo esplendor, reproduciendo de forma colorista situaciones y encuentros como si el autor hubiera estado presente en todos y cada uno de los episodios que relata. Esta forma de escribir acerca el escenario al lector, pero falsea la realidad, ofreciendo diálogos como si fueran textuales cuando en realidad no lo son.
La controversia que en su día sostuvieron Truman Capote y John Hersey es más enriquecedora. En una entrevista que concedió a The Paris Review, Truman Capote incluía a John Hersey en un grupo de escritores sin estilo a los que calificaba de “mecanógrafos sudorosos que llenan libras de papel con mensajes sin forma, sin ojos y sin oídos”. Capote no había cumplido aún los treinta años cuando dijo esas palabras. En cambio, Hersey ya había escrito su célebre Hiroshima, un reportaje largo que obtuvo el premio Pulitzer, que se convirtió, según la crítica estadounidense, en el mejor reportaje de la historia.
Cuando hace unos años la Universidad de Nueva York eligió los Top 100 of Century del periodismo estadounidense, toda la incertidumbre era saber qué libro ocuparía el segundo lugar. Estaba claro que el primero era Hiroshima, un trabajo en el que no podían encontrarse frases como “una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del trigo a medio crecer” y otras por el estilo, con las que «Capote empastó una década después A sangre fría, emblema canónico de la aplicación de las técnicas de la novela al periodismo”.[4]
Basado en hechos reales y escrito tras una minuciosa investigación, A sangre fría constituye uno de los mejores ejemplos de periodismo literario. Por una parte Capote se sumerge en el universo que rodea el asesinato múltiple de los miembros de la familia Clutter, formada por el matrimonio y sus dos hijos, ocurrido el 15 de noviembre de 1959 en una pequeña población de Kansas.
Capote investiga todo lo que tiene que ver con las víctimas y los asesinos Dick y Perry: personas, hechos, lugares y contexto histórico y social. El escritor habla con ellos para componer sus perfiles patológicos. Transcribe los estudios psiquiátricos forenses y recorre varios estados norteamericano con el fin de completar la ya de por sí prolija investigación judicial. Capote reconstruye la persecución, la detención y el interrogatorio que concluye con las acusaciones cruzadas entre los asesinos. Y el resultado de todo ese esfuerzo es extraordinario. Capote narra el suceso con una precisión inusual. Pero al mismo tiempo se toma unas licencias que cuestionan su trabajo como modelo de periodismo veraz. Por ejemplo, imagina los pensamientos de los asesinos. Lo hace a partir de detalles obtenidos durante su investigación, pero al poner dicha investigación al servicio del relato y no al revés traiciona el carácter periodístico de su indagación. Como novela para la posteridad A sangre fría tiene un valor incuestionable. También lo tiene como modelo de estilo vibrante lleno de realismo. Pero hay que tener cuidado a la hora de recomendar el resultado final, con todas sus licencias literarias, como modelo periodístico al uso entre los estudiantes de periodismo. Al menos esos estudiantes deberían tener claras las líneas rojas que separan la ficción de la realidad y conocer la diferencia que existe entre informar y novelar, aunque sea a partir de una investigación previa como la que lleva a cabo Capote.
Por eso, la comparación entre las obras de Capote y Hersey es pertinente. Las dos tienen un valor incuestionable. Entre los dos autores incluso se cruzan acusaciones en torno a sus estilos antagónicos Austero y casi espartano el de Hersey y realista con licencias literarias siempre al servicio del relato el de Capote.
Por su parte, el reportaje sobre Hiroshima de Hersey vio la luz en 1946 en un número insólito de The New Yorker, que por decisión del editor, sólo incluyó ese texto. El impacto fue tan extraordinario que hoy ya es una convención aceptada que Hiroshima es el mejor reportaje jamás escrito por un americano.
En Hiroshima Hersey utiliza el estilo newyorker en su expresión más genuina, esto es, la retórica de Quintiliano (orden, claridad, concisión y sobriedad,) más algunas notas de calvinismo, con expresiones cercanas a la rudeza y la brevedad, sin artificios ni imaginería elegante. El estilo de Hersey no es precisamente un precedente en la novelización –realista– de los hechos. Todo lo contrario. Para empezar, el punto de vista de Hersey nada tiene que ver con la omnisciencia. El conocimiento de la realidad que describe se reduce a la experiencia de seis supervivientes a la bomba arrojada en 1945 sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Esta decisión tiene consecuencias directas sobre el estilo. Como señala Espada: nada de “fuego verdeoro” ni de diálogos dictados desde el más allá. La reconstrucción de lo que les sucedió a sus personajes a partir de las 8.15 del 6 de agosto de 1945 no plantea al lector, en apenas ningún momento, la pregunta de “¿y eso cómo lo sabe el que escribe?”
El problema del punto de vista en la novela es una discusión que nos llevaría por unos derroteros interesantes pero que escapan al objeto de estas líneas. Sin embargo, merece la pena destacar el hecho de que el periodista no sólo debe decidir el punto de vista que va a utilizar a la hora de contar una historia sino que tiene que hacerlo en función de sus conocimientos reales. La omnisciencia, en este caso, está fuera de lugar. Un cineasta, un novelista o cualquier creador de ficción pueden permitirse el lujo de decidir si lo saben todo sobre sus personajes, sus interioridades y lo que les sucede en cada momento, si van a utilizar la primera persona o la tercera persona en función de su relato. El periodista, en cambio, sólo puede contar lo que ha podido comprobar. Si cuenta lo que pensaba un personaje en el momento en que le sucedió algo es porque ese personaje se lo ha contado al periodista o porque éste cuente con una referencia cierta y documentada sobre el particular. Si no, el periodista fabulará y entrará de lleno en el terreno de la ficción. Hay que dejar claro, por tanto, ante el lector, lo que es verdad y lo que es ficción, aunque esto último sea verosímil.
La discusión sobre el poder que tiene la literatura como recurso periodístico admite, sien embargo, otros enfoques. La novelista Belén Gopegui afirma que no le interesa el debate entre ficción y realidad, y que sólo hay un debate entre lo verosímil y lo necesario, que le interesa más. Como novelista, Gopegui puede jugar como le plazca con esos matices narrativos. Discutir si en un relato algo resulta verosímil pero innecesario o viceversa. Gopegui decidió hace tiempo que el periodismo no le interesaba demasiado, después de tener alguna experiencia en el sector de las revistas de información general junto a personajes que caracterizaron una época como Julián Lago. A Gopegui le interesa la verdad y dice que hay libros que no mienten como el Adiós a Sidonia sobre el que habla, del austriaco Erick Hackl,[5] al margen del estilo. Pero eso tiene que ver con los sentimientos y no con la realidad. Es materia para los géneros de ficción. La no ficción, la realidad, requiere objetividad y claridad, y ni un gramo de ficción. Aunque todos sabemos que muchos episodios reales acaban siendo conocidos por las obras de creación que se publican o exhiben en forma de películas alrededor de ellos.
El periodismo como tal necesita datos, pero no más datos de los que suministra la realidad. Tan destructivo para el periodismo riguroso es la falta de datos como el exceso de información procedente de la imaginación del periodista. Los dos extremos distorsionan el conocimiento de la realidad.
Hersey cuenta la historia de los supervivientes a la bomba de Hiroshima a través de la experiencia de seis personas, no más. Cuenta lo que le dicen que sintieron esos personajes, y nada más. Pero es suficiente, si el periodista se encargó, como así fue, de reconstruir con detalle los pasos de cada uno antes, durante y después de la explosión, sobre el terreno. Hasta el punto de situar en el relato la distancia exacta a la que estaba cada uno del lugar de la explosión: 1.234 metros o 2600 metros, etc. No cuenta lo que “debieron” sentir otras personas, por muy verosímil que pudiera parecer. Sólo lo que sintieron sus protagonistas: “El día antes de la bomba fui a nadar. Esa mañana, mientras estaba comiendo cacahuetes, vi una luz. Algo me arrojó al lugar donde dormía mi hermanita. Cuando estuvimos a salvo, sólo podía ver hasta el tranvía. Mi madre y yo comenzamos a empacar las cosas. Los vecinos caminaban por ahí quemados y sangrando. Hatayasan me dijo que huyera con ella. Yo dije que quería esperar a mi madre. Fuimos al parque. Vino un ciclón. Por la noche explotó un tanque de gas y vi su reflejo en el río”.[6]
Desde esta óptica, el lenguaje periodístico carece de artificios creativos. Es un lenguaje coloquial de nivel alto, si aceptamos el apunte de Martínez Albertos, que rescata a Lázaro Carreter para explicar las diferencias entre lengua hablada y lengua escrita. El periodista se expresa más como habla que como escribiría un escritor que tenga en cuenta todas las reglas de la Real Academia Española. De hecho, Grijelmo señala que el libro de estilo de El País no asume todas las acepciones que acepta la Real Academia a la hora de aconsejar sobre el uso de determinados vocablos o expresiones.
El lenguaje periodístico basa su razón de ser en su eficacia y claridad, propios del estilo informativo. Un estilo que en realidad emana de lo que se considera en sí mismo lenguaje periodístico, y que Dovifat, citado por Martínez Albertos, describe así: «La concisión del estilo informativo se consigue con una expresión reposada y objetiva, pero vigorosa, de los hechos. Para ello, hay que dejar que éstos hablen por sí solos, la fuerza de la realidad hace que el párrafo más sencillo alcance virtud superlativa. Pero nunca se puede lograr tal eficacia con la abundancia de palabras. No es el número, sino la elección cuidadosa y certera de los vocablos lo que comunica realismo y vida al texto informativo. La concisión actúa de modo especialmente penetrante cuando las frases son ágiles, tanto en sus relaciones internas, como en las externas, ya estén íntimamente trabadas o impetuosamente opuestas unas a otras».[7]
La obra de Hersey conquistó una dimensión superior si cabe hace tan sólo unos meses, cuando en junio de 2011 el Centro Internacional de la Fotografía de Nueva York organizó una exposición bajo el título de Hiroshima: Zona Cero 1945, subrayando un cierto paralelismo con el 11-S nortemericano.
Hay que recordar que tras lanzar la bomba sobre Hiroshima, el Gobierno estadounidense impuso una estricta censura fotográfica sobre la ciudad. La explosión aniquiló en el acto a más de 140.000 seres humanos y destruyó el 70por ciento de las estructuras físicas de la ciudad. En ese momento, Estados Unidos fue consciente del alcance psicológico que podía tener la difusión de esas imágenes. «No se tiene que imprimir nada que altere directa o indirectamente la tranquilidad del público», anunció el Gobierno un mes después de la explosión. Las imágenes del recién liberado campo de concentración de Auschwitz o del bombardeo de la ciudad de Dresde acababan de trastornar al público norteamericano con toda su crudeza. Véase que hasta hace poco, incluso, el ejército de Estados Unidos prohibía publicar las fotos de sus caídos en conflictos bélicos, y que el regreso de los ataúdes con los muertos en combate tampoco salían por televisión.
La exposición sobre la catástrofe de Hiroshima contenía parte de las más de 800 fotografías que se incluyeron en un informe secreto de tres tomos titulado Los efectos de la bomba de Hiroshima, Japón, que se convirtió en la biblia del Gobierno estadounidense para la construcción de ciudades en los años que siguieron. El informe sugería que para que las urbes patrias fueran más resistentes a un ataque nuclear era necesario trasladar las fábricas a distritos pequeños, para que, ante un eventual ataque, no se desintegrara la capacidad de producción del país. Además, proponía reforzar los edificios con acero y cemento armado y construir búnkeres en sus sótanos. Muchos de esos edificios son todavía hoy parte del paisaje urbano estadounidense y el símbolo de «protección ante radiación nuclear» en las entradas indica sus características de «edificio a prueba de bomba».
La historia de esas fotos hasta que han llegado a la exposición de Nueva York es delirante. Las fotos fueron desclasificadas en la década de los sesenta, se conservaron durante años en el sótano de uno de los ingenieros que elaboró el informe gubernamental y estuvieron a punto de ser pasto de las llamas en un incendio en el que pereció aquel ingeniero. Su hija las tiró a la basura, un joven las rescató, pero después perdió parte de ellas. Las encontró el dueño de un restaurante en la calle en Watertown (Massachussets) en 2000 y con la ayuda de un amigo localizó a su último dueño, organizó una exposición modesta e ignorada y finalmente, en 2006, se convirtieron en parte de la colección del Centro Internacional de Prensa que organizó la exposición hace unos meses.
Hasta ahora, por tanto, la obra de Hersey sobre las consecuencias de la bomba de Hiroshima hizo las veces de notario de la historia, como si se tratase de un gran fresco fotográfico, crudo, real y completo, lleno de detalles y datos desgarradores, que sólo han podido ser superados por las imágenes reales de lo que ocurrió.
Hersey actuó como el gran fotógrafo del delirio destructivo hasta que las fotos vieron la luz este verano en Nueva York. Aquí, el lenguaje periodístico de Hersey siguió las pautas de lo que Rafael Balbín llama teleoremas, es decir, realizó su trabajo en función de la finalidad de informar con claridad y concisión propia del mejor periodismo. El lenguaje periodístico estaría así lejos de la épica, la lírica y el drama, y cerca del relato histórico, la oratoria y el ensayo.
Sin embargo, entre la desnudez espartana de Hersey y la lírica imaginaria de Capote hay tonos intermedios. Por ejemplo, el norteamericano David Foster Wallace, considerado como la cabeza de un grupo de jóvenes talentos de la novela estadounidense reciente, entre ellos William T. Vollman, Richard Powers, A. M. Homes, Jonathan Franzen o Mark Layner, era constantemente requerido por revistas como The New Yorker, Rolling Stone, Harper’s Bazaar y Playboy, para publicar sus reportajes, que podían ser de todo menos concisos.
Wallace se suicidó en 2008, a los 46 años de edad, y con ello truncó su exitosa carrera, pero dejó algunas piezas periodísticas memorables, si no por su concisión, sí por su carácter épico, dramático y lírico, si entendemos esto último en términos de lenguaje sarcástico, paradójico y divertido. Su forma de introducirse en los temas más variopiontos le llevaron a trastornar los formatos habituales del reportaje para convertirlos en piezas antagónicas pero intensas y efectivas. Él mismo se consideraba un Snoot, que es el término que se usaba en su propia familia para referirse a un «fanático realmente extremo del uso de la lengua» o a «la última especie que queda de empollones verdaderamente elitistas».
Ese carácter obsesivo le llevó a fijarse en detalles que cualquiera hubiera pasado por alto pero que en su obra adquieren un valor notable para entender la trascendencia que tiene el uso del lenguaje en tareas tan diversas como la redacción de un diccionario con aspiraciones de convertirse en autoridad lexicográfica o la confección de un reportaje sobre el negocio del cine porno. «Si los sentidos de las palabras y las expresiones dependen de normas transpersonales –escribe Wallace– y estas normas dependen del consenso de la comunidad, entonces el lenguaje no sólo no es privado sino que es irreductiblemente público, político e ideológico».[8]
Wallace aplica su análisis a la elaboración de las propias normas gramaticales del inglés, al entender que «nuestro consenso nacional sobre la gramática y el uso están en realidad conectadas hasta con la última cuestión social que conforma la América del milenio: clase, raza, sexo, moralidad, tolerancia, pluralismo, cohesión, igualdad, justicia, dinero: lo que ustedes quieran». El lenguaje, por tanto, tiene que ver con la ética, que es el reflejo del poder dominante. A través de la retórica, el lenguaje transmite los propósitos de quien lo usa, derivado de toda una alquimia que concluye en las nociones tradicionales de clase y poder.
Por ello no se puede considerar el lenguaje periodístico objetivo, con o minúscula, como diría Wallace, ajeno a los propósitos de las élites dominantes. En las universidades se enseña a escribir corto y fácil, para comodidad del lector urgente. Al no entrar en profundidades los periodistas responden a los intereses de las empresas para las que trabajan, con todos sus consejos de administración y editoriales al frente, junto a las licencias gubernamentales que necesitan para mantener sus negocios a flote.
Wallace pone de manifiesto estas dependencias dándole la vuelta al lenguaje, resaltando paradojas y situaciones chocantes a partir de la información disponible. Mediante el uso del lenguaje trastorna la realidad para entresacar sus contradicciones. El lenguaje contiene así los mecanismos necesarios para llegar a la verdad. «Lo esencial es la emoción –dice Wallace–. La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada».
Esta idea del discurso preestablecido por las élites recuerda las denuncias del escritor austriaco Peter Handke en torno a la situación de los Balcanes. Al escribir Preguntando entre lágrimas: Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al Tribunal de La Haya (Alento, 2011), dejó constancia de sus opiniones heterodoxas sobre la situación en los Balcanes y su solidaridad con el pueblo de Serbia, algo que no se entiende hoy día en los medios y en las editoriales al uso por su presunta connivencia con las atrocidades cometidas por los serbios durante la guerra.
El interés del escritor austriaco por Serbia tiene que ver con sus orígenes familiares. Su madre procedía de la minoría eslovena del sudeste de Austria. En otros libros ya había explorado el territorio y la esencia del conflicto serbo-bosnio a través de Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, en el que Handke reinterpreta los tópicos mediáticos acerca de los desencadenantes de la Guerra de Bosnia y la creación de una Gran Serbia.
Ya en 2006 Handke sufrió las iras del Ayuntamiento de Düsseldorf, que revocó la decisión del jurado que le había concedido el premio Heinrich Heine, por su compromiso con el entendimiento de los pueblos, en el inicio de una campaña contra el escritor austriaco que se ha prolongado hasta hoy.
Pero el valor de Preguntando entre lágrimas, más allá de la sintonía que el lector pueda mostrar hacia la cuestión de fondo, es que pone en cuestión el discurso mediático al uso, basado en un lenguaje estandarizado que sigue los designios de la opinión dominante norteamericana que se difunde a través de las grandes corporaciones de comunicación.
En España es normal que los habituales de la opinión, en prensa, radio y televisión, se atrevan con todo sin tener un conocimiento profundo de las materias que tratan. Handke cuestiona todo ese envoltorio aunque sea a costa de arriesgar su reputación. Viaja, vive y comprende el sufrimiento del pueblo serbio, atenazado por el embargo de la ONU y por los efectos secundarios de la guerra. Su visión es subjetiva y la expresa en un tono literario que resulta más rico que el encorsetado lenguaje periodístico habitual de los medios, obligados a la frase corta, sin matices y relegados a seguir directrices ya marcadas por intereses de toda índole. Handke cuestiona este discurso de la economía expresiva que practican los medios porque sin el contexto, sin el impacto de la experiencia, el periodista se dejará llevar por el cauce marcado, fruto de lo que Chomsky llama «ignorancia intencional».
Ya sabemos que Chomsky es conocido por su discurso revolucionario en el seno del imperio, al cuestionar la manera de contar la Historia que predomina en los medios de comunicación. Recuérdese la propaganda en torno a las guerras de Vietnam y Camboya, entre otras muchas, para entender ese tono que, parafraseando al propio Chomsky, «hace que los medios convencionales sean convencionales».[9]
Por eso tiene importancia la colección de artículos que presenta Handke en torno a los Balcanes, porque trata de impulsar el punto de vista individual del lector, al margen del discurso difundido por la élite dominante en países como Estados Unidos o España.
En otro momento de esta colección de artículos Handke se interesa por la figura de Slobodan Milosevic. El escritor se niega a actuar como testigo de la defensa del antiguo líder serbio, aunque trata de explicar las condiciones en que se lleva a cabo el juicio contra él en el Tribunal de La Haya, poniendo de manifiesto las continuas tergiversaciones de que son objeto, desde su punto de vista, sus declaraciones. Todo ello ha puesto a Peter Handke en el ojo del huracán, pero llama la atención también sobre el uso del lenguaje que se detecta en tertulias, informaciones y comentarios periodísticos, muchos de ellos desprovistos de un conocimiento real de la situación en Serbia.
No nos pronunciamos aquí sobre la cuestión de fondo, al desconocer esa realidad sobre el terreno y contar tan sólo con los ecos mediáticos que nos llegan llenos de advertencias. Pero el caso sirve para entender el poder del lenguaje y las difusas fronteras que existen entre verdad, literatura, periodismo, opinión y ficción.
El interés de Peter Handke por Serbia es de carácter literario pero vital, y enlaza con la Desgracia impeorable que padeció y escribió tras el suicidio de su madre en 1971, aniliquilada por la muerte de sus hermanos eslovenos durante la última guerra mundial en los Balcanes. Sus trabajos periodísticos en torno a los Balcanes están teñidos de emociones, que también son necesarias para entender el conflicto en toda su dimensión y en medio de esa encarnizada lucha de los medios por el control de los mensajes.
Aquí hemos querido hacer hincapié en los aspectos que afectan al lenguaje desde el punto de vista del contexto en el que se producen los hechos y la intención o finalidad que persigue el periodista a la hora de transmitir la información. Podríamos concluir que el periodismo necesita algo de literatura para cumplir con su finalidad, pero también deberíamos exigir opiniones, más o menos creativas, basadas en experiencias tangibles y comprobables, no en fantasías ignorantes de la realidad como muchas de las que se ven en la prensa, la radio y la televisión de hoy día.
Notas
[1] Grijelmo, Alex. El estilo del periodista. Taurus. Madrid, 2002. Páginas 499 a 531.
[2] Espada, Arcadi. Diarios. Espasa Calpe. Madrid. 2002.
[3] Johnson, Michael L. El nuevo periodismo. Troquel. Buenos Aires, 1975.
[4] Espada, Arcadi. Mecanografía. Artículo publicado en Babelia, el suplemento literario de El País, el 4 de enero de 2003.
[5] Gopegui, Belén, en Babelia, suplemento literario de El País, 11 de enero de 2003. Artículo en torno Hackl, Erick. Adiós a Sidonia. Pre-Textos. Valencia. 2002.
[6] «La única manera en que un superviviente podría narrar el fin del mundo», escribe Espada en El País, tras incluir este párrafo del Hiroshima de Hersey.
[7] Dovifat, Emil. Periodismo. México. 1969.
[8] Foster Wallace, David. La autoridad y el uso del inglés americano, en Hablemos de langostas. Debolsillo, 2009.
[9] Chomsky, Noam. Charla en el Z Media, junio de 1997.
BIBLIOGRAFÍA
Capote, Truman. A sangre fría. Anagrama.
Dovifat, Emil. Periodismo. México. 1969.
Espada, Arcadi. Diarios. Espasa Calpe. Madrid. 2002.
Foster Wallace, David. Hablemos de langostas. Debolsillo, 2009.
Grijelmo, Alex. El estilo del periodista. Taurus. Madrid, 2002.
Handke, Peter. Preguntando entre lágrimas: Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al Tribunal de La Haya. Alento, 2011.
Hersey, John. Hiroshima. Turner.
Johnson, Michael L. El nuevo periodismo. Troquel. Buenos Aires, 1975.
Rubin, Jerry. Do it (Hazlo: escenarios de la revolución). Simon and Schuster. 1970.
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